Llegamos a casa. La casa en la que vivía junto a mi padre
era una pequeña casa adosada de color marrón chocolate con molduras de escayola
en color blanco, llevamos dos años viviendo aquí. Mi padre compró esta casa
porque era la que le gustó a su prometida. Se iba a casar con una mujer unos
años más joven que él, tenían todo organizado, la casa comprada y amueblada,
todo por ella. Hasta que mi padre se la encontró en la cama con otro, ahí se
terminó todo y nos mudamos a vivir a esta casa. La verdad es que no conozco a
los vecinos, solo sé que es una familia de clase media que se da dotes de
riqueza, que se creen algo sin ser nada.
Volviendo a mi casita, estaba amueblada de
forma bastante moderna, era de concepto abierto. Por lo que al entrar te
topabas con unos sillones color café que
rodeaban la chimenea sobre la cual se situaba la televisión, al lado estaba la
cocina blanca y gris con unos taburetes de color amarillo. El suelo era de
madera, madera que de vez en cuando chirriaba al pisar ciertos listones; sobre
todo en el piso de arriba, allí se situaba mi cuarto. Este era espacioso, sobre
todo por el color blanco que había en las paredes y por la luz que entraba a
través de la ventana, bajo esta se situaba un banco de color azul con cojines
grises que hacían juego con las cortinas y la colcha. Mi habitación era la
representación de mi misma, todo era un desorden, la mochila de clase junto al
armario, tirada en el suelo de cualquier manera, la silla del escritorio llena
de ropa y sobretodo había muchas estanterías repletas de libros. Mi habitación
es mi santuario, no suelo salir de esta cuando estoy en casa, es mi
refugio. Mi rincón favorito es el banco
que hay bajo la ventana, es mi lugar de lectura, suelo pasar largas y tendidas
horas aquí leyendo. Como ahora.
Estaba tan inmersa en la lectura que no escuché como se
acercaba, no escuché chirriar el suelo. La puerta de abrió de golpe. Me asusté.
En la puerta estaba él, mirándome de esa forma tan repulsiva, miraba mi cuerpo
de arriba abajo, no dejaba de mirarme. Tenía una mirada lujuriosa, con ese
brillo en los ojos que me confirmaban a qué había venido, esa mirada me
producía nauseas cada vez que la veía.
-Vamos.- dijo con voz ronca, a la vez que entraba en la
habitación.
Yo sabía a qué se refería con ese vamos, y no, no era
un <<vamos, la cena esta
lista>> o <<vamos empieza la película>> o <<vamos, hora
de dormir>>. No. Ese vamos era diferente, cada vez que lo pronunciaba
todo mi mundo y mi alegría se desvanecía. No quería tener problemas, por eso
dejé el libro y me encaminé a la cama. Antes de llegar el ya me había sujetado
el brazo para atraerme antes hasta el. Él me desnudaba con prisas, muy
rápidamente para pasar a bajarse sus pantalones hasta la altura de las
rodillas.
Eran minutos de llanto, pero de llanto en silencio porque no
quería que él me escuchara llorar y menos que viera que derramaba una lágrima,
por eso lloraba por dentro. Cerraba los ojos, hasta que sentía como su sudoroso
y agitado cuerpo se separaba del mío. Pasé
un rato en silencio, para escuchar
cómo se alejaba poco a poco por la escalera, entonces decidí levantarme.
Y ahí estaba en el suelo esa mancha blanca que después me
tocaría limpiar, junto con mi ropa, los últimos pedazos de orgullo y toda mi
alegría.
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