No fue el olor a café recién hecho el que me despertó, esta
vez todo era silencio, todo era oscuridad.
Se había ido.
Y recuerdo aún como me
dolían las tristes palabras escritas sin orden alguno en un pequeño papel, en
un mísero ticket de la compra. Sus despedidas eran las peores, estas venían
seguidas de un rostro descompuesto, de un nudo en la boca del estómago; de unas
palabras dichas en bajo sin ni siquiera una fugaz mirada.
Nada. Tampoco un lo
siento, un no te merezco. Solo la estúpida escusa de que te mereces a alguien
mejor que yo; porque no eres tú, soy yo. ¿Cuántas relaciones habrán acabado
así, no?
Entonces me di cuenta de que nos creemos invencibles
prometiéndonos un siempre, que siempre termina, aunque no queramos. Es triste
pero cierto, como los últimos días del
verano, el final a medias de un libro, la última calada de un cigarro… Todo
termina y aunque a veces comience no volverá a ser lo mismo; el sol se va y se
esconde aunque aparece al día siguiente, nunca es lo mismo.
Y de esa forma fue como terminó nuestra corta historia,
corta aunque intensa. Con gritos y llantos de por medio, con reconciliaciones a
medias y con un "adiós" qué cortó con todas las esperanzas que mi
triste y desolada alma albergaba.
Las sirenas ya no eran lo mismo, estorbaban, eran iguales
que ella. Tenían su misma cara, su mismo pelo, su misma sonrisa; esa sonrisa
que un tiempo atrás rompía todos mis esquemas, esa sonrisa que me volvía loco.
Éramos todo lo contrario, no hicimos caso a las advertencias
que nos dijeron una vez tras otra, fui estúpidos, estúpidos enamorados que se
creen perfectos y creen poseer el poder de superar todo aquello que les ponga
por medio. Queríamos ser esa excepción, pero sin duda alguna, fuimos otros
tontos que el mundo derrotó con una dosis de realidad.
La revolución se fue de mi vida para dejar un enorme vació
que estaba lleno de odio, dolor, rencor y sobre todo de desamor.
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